El surgimiento de China como una potencia de primer orden ha venido acompañada por una creciente rivalidad con los Estados Unidos en su intento por determinar cuál será la nación más poderosa del mundo.
Cuatro décadas atrás, académicos como Paul Kennedy y Robert Gilpin analizaron cómo las potencias en ascenso suelen desafiar el orden establecido con el propósito de instaurar una nueva dinámica de poder.
Según su visión, toda potencia emergente aspira a utilizar sus recursos económicos para transformarlos en poderío militar, no solo con el objetivo de ejercer un mayor control de las demás potencias, sino también para reconfigurar las reglas del juego y remodelar las instituciones internacionales conforme a sus propios intereses.
Estas reflexiones, lejos de quedar obsoletas, continúan siendo relevantes en la actualidad y nos invitan a pensar cómo será el futuro del sistema internacional en esta tercera década del siglo XXI.
Potencia global
El ascenso de China a potencia global se ha logrado mediante una estrategia del Partido Comunista Chino (PCCh) que ha combinado una receta de reformas económicas, modernización militar y, recientemente, avances tecnológicos.
En menos de 30 años, el aumento del gasto en defensa ha situado a China a nivel mundial como la segunda fuerza militar más poderosa. Además, ha emergido como la segunda economía, líder en exportaciones y en reservas de divisas. En 2022 era ya el sexto mayor productor de petróleo y la sexta economía con más reservas de oro acumuladas.
Aunque la mayoría de los analistas y el público en general vienen observando el ascenso económico de China desde hace años, se ha prestado menos atención a sus avances tecnológicos: semiconductores, inteligencia artificial, biotecnología, paneles solares y, más recientemente, computación cuántica.
La competición entre Estados Unidos y China en este campo se ha convertido en uno de los puntos esenciales de su rivalidad, tal como ya ocurrió entre Washington y Moscú durante la Guerra Fría.